Carta

CARTA A LOS SACERDOTES
Fray . Mamerto Esquiú - ofm

Omnia vestra in Charitate fiant (1).

Apremiándome el mandato del Señor hecho a todos los Obispos por boca del Apóstol: Praedica verbum: insta opportune, importune (2), tengo para mí que como me es consolador, así es conveniente que yo dé principio al ministerio de la palabra, hablando con vosotros, venerados Señores míos y muy amados hermanos, que sois mis indispensables cooperadores en el ministerio episcopal, y que por el Autor y consumador de nuestra fe sois llamados: Luz del mundo, y sal de la tierra (3). Vuestra excelencia entre los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, no menos que los sagrados intereses de mi oficio de Pastor y siervo de todos los fieles de esta Diócesis, piden que yo hable primeramente a aquellos sobre los que gira, como sobre sus propios ejes, todo el cielo de las almas redimidas con la preciosa sangre del Cordero Inmaculado, y encomendadas a la común solicitud de los Sacerdotes.
Vuestra altísima dignidad, en efecto, exige de mí esta preferencia tan justa y sagrada, que nadie podrá envidiárosla. Sois, Señores y hermanos míos, a los ojos de todo cristiano la misma boca de nuestro Dios Salvador, sea que se considere vuestra inefable potestad con que consagráis el Cuerpo y la Sangre del Señor, sea que se mire vuestro oficio de enseñar a los demás hombres la verdad de Dios: Labia sacerdotis custodient scientiam (4), sea en fin que se atienda que por vuestros labios se cumple lo que el Señor dijo en persona de los Apóstoles a todos los Sacerdotes de la Nueva Ley: "todo lo que atareis sobre la tierra, atado será en los cielos; y todo lo que desatareis en la tierra, será desatado en los cielos" (5). A la luz de esa triple potestad que, como otros tantos rayos de la Divinidad, veo resplandecer en vuestras frentes, me siento obligado a deciros con el Profeta Rey: Ego dixi: dii estis vos, et filii Excelsi omnes; y yo dije: vosotros sois dioses e hijos del Altísimo (6). Quien quiera que os mire con ojos de cristiano comprenderá con cuánta razón decía en su lecho de muerte el admirable S. Francisco de Asís: "En los Sacerdotes, los más pobrecillos de este mundo, no quiero considerar pecado porque son mis señores"; y se explica, en fin, porque la gran Catalina de Siena solía besar la tierra que pisaban los Sacerdotes sin preguntarse si eran buenos o malos, mirando en ellos solamente el sagrado ministerio de Jesucristo.
Pero no menos que vuestra altísima dignidad reclama también esta preferencia la misma naturaleza de mi oficio y deberes que son nada menos que de procurar el bien y salud de todas las almas de esta dilatada Diócesis. Para este oficio, verdaderamente formidable a los mismos Santos, vosotros todos me habéis sido dados por cooperadores a causa de mi pequeñez y debilidad, así como por la inmensa bondad de Dios, los Apóstoles y sus sucesores se llaman y son coadjutores del mismo Dios: Dei adjutores sumus (7). El Señor de todas las cosas dispuso, en efecto, que sus dones fueran dispensados por ministerio humano con tal dependencia de éste, que las verdades divinas no pueden creerse si no son oídas, ni oírse sin que se anuncien, ni ser anunciadas si el Señor no hubiese enviado a los Apóstoles: "quomodo credent ei, -exclama San Pablo-, quem non audierunt? Quomodo autem audient sine Praedicante? Quomodo vero praedicabunt nisi mittantur? "(8).
Así lo dispuso el Omnipotente por razones que se esconden a nuestras miradas en la inaccesible altura de su ciencia y sabiduría infinitas: y lo que Dios ha hecho por pura bondad y misericordia, esto mismo tiene lugar en mí respecto de vosotros por la fuerza de una absoluta necesidad. Sí, venerables Sacerdotes del Clero Secular y Regular, tan absoluta es la necesidad que mi ministerio tiene de vuestra cooperación, que me parece no profanar en manera alguna las palabras de la Santa Escritura, si las de Nuestro Salvador: "Sin mí, nada podéis hacer" (9), yo las invierto y os digo a mi vez. "Sin vosotros, nada puedo hacer en mi oficio". Todo el fruto de mi episcopado depende de vuestra cooperación: sobre mí pesa el tremendo cargo de regir: pero a cada uno de vosotros se ha dicho: posui vos, ut eatis, et fructum afferatis: os envío para que hagáis fruto (10). Como se ve, la misión y el fruto andan juntos en la boca de Dios; y uno y otro están consignados al ministerio Sacerdotal, por el Autor de toda gracia y verdad.
Sobre estos títulos de la dignidad y necesidad de vuestro augusto ministerio, hay un tercero que reclama como un deber mío el dirigiros la palabra de mi oficio episcopal antes que a los demás fieles. Vosotros todos, y de un modo particular los que estáis más unidos a Jesucristo por la piedad de la vida, sois en el día acaso más que en ningún otro tiempo, el blanco de prevenciones e iras que nunca podrán explicarse por sola la fuerza de las pasiones humanas. Es un odio tan gratuito como implacable. Para no hablar de las violencias y hechos sangrientos que lo testifican con demasiada frecuencia en muchas partes del mundo católico, apenas se hallará por toda la tierra algún lugar en que no se observe con vosotros esta extraña conducta: si sois justos, se os llama hipócritas; si celáis la gloria de Dios y el bien de las almas, se os llama fanáticos. El sacerdocio cristiano ha dado al mundo la verdadera civilización; y sin embargo sois, al decir de ciertos hombres, el foco de las tinieblas y de la ignorancia: pero si vuestra ciencia y poder moral los deslumbra, ya sois entonces para ellos unos monstruos y vampiros que a todo trance es preciso exterminar; si cometéis faltas, se olvidan que sois hombres como ellos, y se sirven de la miseria humana como si no la hubiera sino en los sacerdotes, y muy de ordinario de simples apariencias de faltas, cuando no sean manifiestas calumnias, para prevenir e irritar al pueblo contra el sacerdocio en general. Tal odio y persecución no deben seros molestos ya que el Santo Evangelio nos dice: "El discípulo no es superior al maestro, ni el siervo más que su Señor, basta al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor. Si pues el padre de familia es llamado Belzebú, cuanto más no lo serán sus domésticos?" (11).
Tampoco ese odio debe causaros la menor extrañeza, siendo un hecho constante en toda la historia de la Iglesia que para separar a los fieles de la verdad y comunión Católicas, primero se los ha de separar de sus Obispos y Sacerdotes. Por mi parte, Señores míos, yo no extraño ese triste hecho, si bien lo siento en el alma por los mismos que lo cumplen, sino que lo enuncio como un título de honor para vosotros, venerables y vivas imágenes de Cristo, y como una razón más sobre las de vuestra dignidad y de la importancia de vuestro ministerio, para que yo comience a cumplir en vosotros el oficio que tengo de anunciar constantemente las palabras del Señor.
Y por la primera vez que me toca el honor de hablaros, debo decir lo que hasta el fin de mi vida no cesaré, con el favor de Dios, de repetirlo a vosotros y a mí mismo: Omnia vestra in charitate fiant: Todo cuanto hacéis, hacedlo en la divina caridad.

1. La Caridad
Parece que no pudiera decirse cosa más encumbrada en elogio de la caridad cristiana que lo que de ella nos dice su grande Evangelista, el discípulo amado: Charitas ex Deo est : la caridad procede de Dios (12); y sin embargo, esto sólo no nos daría idea cumplida de esa virtud divina que, más que virtud, es la vida de todas las virtudes cristianas, no sólo porque procede de Dios de quien desciende toda cosa buena y todo don perfecto (13), sino porque según dice el mismo Evangelista: "Deus charitas est; et qui manet in charitate, in Deo manet, et Deus in eo: Dios es caridad; y el que vive en la caridad, vive en Dios y Dios en él" (14). Verdad pasmosa que no sé si aún con mayor fuerza la declara el Apóstol San Pablo cuando dice: "La caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (15). Como lo estáis oyendo: ¡no tenemos la caridad sino porque nos ha sido dado el Espíritu Santo que es el mismo Dios!
¿Que lengua pues podrá decir, qué entendimiento comprender lo que es la divina caridad? El príncipe de los sagrados intérpretes, Cornelio A. Lapide, la llama: Vida de la Iglesia Católica (16). Y en efecto, ¿qué es lo que se siente en la Iglesia sino como una palpitación del mismo Dios vivo y verdadero que la anima toda? ¿Qué se ve sino el brillo de sus altísimas perfecciones y atributos a través de todas las miserias humanas? Ahí, en la estabilidad de la Iglesia resplandece gloriosísima la Unión de Dios; la inmensidad de éste en la Universalidad de aquella. El Poder y la Sabiduría infinita de Dios se tocan con las manos en la admirable identidad de este cuerpo místico de Jesucristo, el cual desde los apóstoles, y si se ha de tomar en cuenta el tiempo de la preparación del cristianismo, desde la promesa del Salvador en el paraíso perdido hasta nosotros, siempre en el mismo sin otra variedad que la que producen el desarrollo y progreso de una misma vida. Pero en lo que más se hace sentir la vida de Dios en su Iglesia es en la nota de santidad que la caracteriza, y que, como sabéis, venerados señores, no consiste tanto en la pureza inmaculada de su doctrina, en la sabiduría de sus leyes, y en los medios de salud y reforma de costumbres que tiene el alcance de todos los fieles, cuanto en ese admirable y verdaderamente divino prodigio de santos que son la presencia de Dios en su Iglesia, nunca, ni los días más tristes del pasado, ni aún en los presentes, han cesado de florecer en ella. Poned atentamente los ojos en cualquiera de los Santos de la Iglesia, y a la vista de ese poder, de esa sabiduría y pureza de vida de la sinceridad de sus palabras y del inagotable amor y dulzura de sus corazones, os veréis forzados, como del amigo se dice: "alter ego", a exclamar así a la vida de un Santo: "alter Deus": ¡otro Dios! "Si San Francisco de Sales -exclamaba San Vicente de Paul- es tan amable, ¿que será de Jesucristo?"
Esta divina transformación del hombre, o como dice el príncipe de los Apóstoles, este emparentarse del hombre con Dios: Divinae consortes naturae (17), es el fruto de la divina caridad, ya se la considere como gracia santificante que de las tinieblas de la muerte nos ha trasladado por el Bautismo y la Penitencia a la admirable luz de Dios, o ya como el gran precepto del cual dice el Señor que en él está encerrada toda la Ley y los profetas (18); gracia y preceptos que no son sino dos aspectos de una misma caridad tan íntimamente unidos entre sí, que el ya citado Evangelista de la caridad dice: "Qui non diligit, manet in morte: omnis qui odit fratem suunt, homicida est (19): El que no ama a su prójimo está muerto y es homicida". Al proponerme hablar de la divina caridad, yo la considero en cuanto es el gran mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos por Dios. El primero y máximo de estos dos preceptos se funda en la naturaleza de Dios que es el sumo, único y eterno Bien, el Creador y conservador de todas las cosas, nuestro Redentor, santificador y glorificador, a quien es debido todo honor, toda alabanza y gloria, y por consiguiente nuestro amor con todo el corazón, con toda el alma, y con todas nuestras fuerzas. Dios merece todo nuestro amor porque Es lo que Es, y aún sobre esa razón de valor infinito, lo merece porque El nos amó primero: "Nos ergo -exclama el Evangelista de la caridad- diligamus Deum, quoniam Deus prior dilexit nos" (20).
Pero si todos comprenden fácilmente el deber que hay de amar al Sumo bien, no así el de amar a todos los prójimos sin excepción ni de los extraños, ni de los hombres más perversos ni aún de los mismos enemigos. A primera vista parece que pudiera decirse de la tal obligación de amar a todos los hombres lo que el Salmista hablando con Dios decía de estos mismos: "Quid est homo, quod memor es ejus, aut filius hominis quoniam visitas eum? "(21). ¿Qué es el hombre considerado en sus inefables degradaciones de ignorancia y de vicios, y en su fastidiosísima insensatez de orgullo, para que debamos acordarnos de él, y poner en él nuestro corazón? La sola calidad de semejantes que nos liga a todos los hombres, no sé hasta que punto llegará a producir mutuas simpatías; pero la simpatía no pasa de impresión, y el amor verdadero dista mucho de ser solamente una impresión pasajera. Aparte de esto, ¿la razón del hombre fuera de las vías católicas no ha contestado siempre la unidad del género humano? y hoy, ¿no están repitiendo los libre-pensadores que el hombre es una monstruosa transformación de las bestias? ¿No nos presenta la historia abismos como insalvables entre razas y razas, y entre las condiciones de siervos y libres, de poderosos y débiles? De mí, SS., yo os confieso que nunca he podido comprender, cómo se pueda amar al género humano por lo que es en sí mismo. Del hombre, hecha abstracción de Dios, y en su condición natural se puede decir con sobrada razón: "Et tenebrae erant super faciem abyssi ": y las tinieblas ennegrecían la faz del abismo (22).
Pero, ¡Qué cambio el que se ve en ese abismo tenebroso, desde que a la luz de la fe cristiana contemplamos inclinado hacia él al Omnipotente Creador de todas las cosas, qué nobleza y dignidad no resplandecen en el hombre; desde que Dios llevado de su libre e infinita bondad ame ese átomo del Universo hasta el punto de darle su propio Hijo Unigénito, para que en El y por El nos llamemos y seamos hijos de Dios! (23). Tengamos en cuenta ahora lo que ha hecho con el hombre y por amor del hombre ese Unigénito de toda la eternidad, tomando nuestra misma naturaleza con todas sus flaquezas y dolores, sujetándose a todas las humillaciones del hombre pecador; tengamos en cuenta su nacimiento en un establo de animales, su vida de sujeción y pobreza, sus angustias y afrentas, y su muerte en cruz entre malhechores; y por corona de todas esas obras, estupendas como su amor infinito, el inefable Sacramento de la Eucaristía que como Sol brilla perpetuamente en su Iglesia; considérese, digo, que todas esas finezas del amor de un Dios tienen por fin y reclaman de nosotros en correspondencia el amor de nuestros prójimos, diciéndonos el mismo Jesucristo: "Os doy un nuevo mandamiento: que os améis unos a otros, como yo os he amado para que vosotros os améis" (24); y se comprenderá que es tan grande el deber de amar al prójimo como es el de amar a Dios: "Hoc mandatum habemus a Deo: ut qui diligit Deum, diligat et fratrem suum"; de Dios hemos recibido este mandamiento, dice el tiernísimo Evangelista de la caridad, que el que ama a Dios, ame también a su prójimo (25). Ciertamente que es palabra de vida eterna la que nos da Jesucristo llamando al precepto de amar al prójimo semejante al que tenemos de amar a Dios: "Secundum autem simili huic" (26). ¡Oh! sí, habiendo descendido a la tierra un amor infinito, nada extraño es que El dé motivo y fuerzas para amar lo que por sí no era digno de ser amado; así como se alzan resplandecientes de luz las montañas de granito, si son heridas por los rayos del sol que nace.
El deber de amar a todos los prójimos, de un modo semejante al que tenemos de amar a Dios, es común a todos los cristianos de cualquier estado y condición que sean, sin que jamás puedan excusarse de esa obligación, a no ser que pudieran excusarse de la que tienen de amar a Dios, lo que en el orden moral es de todo punto imposible. Pero como, según hemos visto, el deber de ese amor tiene su origen en la bondad de Dios, y de sus dignaciones con el hombre, de donde es que cada uno debe atender al bien y amor de su prójimo (27), se sigue que esta obligación es tanto más fuerte cuanto mayores y más especiales son las gracias que debemos a la bondad de Dios, y más íntimas sus inefables comunicaciones con el hombre. Ahora, pues, ¿quién dirá la magnificencia con que el Señor se ha dado a los sacerdotes de la Nueva Ley? Ellos han sido constituídos los dispensadores de su gracia por los Sacramentos que administran, y de su misma verdad por la predicación del Evangelio que les está encargada; ellos vienen enriquecidos de una potestad como infinita para la consagración de los santos misterios: ¿cuál pues no deberá ser el amor de los prójimos en el Sacerdote, estando como anegado en las efusiones de una caridad infinita? ¡Gran Dios!, y con cuánta razón exclama el sagrado Evangelista: "También nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos ya que el Señor la ha dado por nosotros!" (28). Ese gran motivo consideraba San Alfonso María de Ligorio, y como lleno de un santo despecho, viene a decir estas palabras: "¿Y qué han hecho los santos Mártires en dar la vida por Dios, cuando Dios se ha humillado a morir en cruz por amor de ellos?" (29). Y nosotros los Sacerdotes debemos decir con más razón todavía: ¿qué mucho haríamos en dar la vida por el amor de nuestros prójimos que nos impone Jesucristo, cuando El no sólo se ha humillado a morir en cruz por nosotros, sino que continúa humillándose infinitamente en su muerte mística del augusto Sacrificio?
Amar hasta dar la vida por los prójimos, he ahí, venerables Sacerdotes, la medida puesta por Dios a nuestra caridad con los prójimos: "in hac ergo charitate omnia vestra fiant "

2. La Oración
El nombre mismo de Sacerdote, "suerte sagrada" sacer dos: o "me consagro" sacer do, proclama elocuentísimamente que los Sacerdotes somos víctimas consagradas al amor de Dios a los hombres: sacerdos es como decir: no sólo ésta o aquella función de mi ministerio se ordena al amor que tiene a los hombres el Salvador del mundo, sino que mi vida entera, todo mi ser es una hostia de ese amor sacratísimo: sacerdos.
Esa consagración al amor de los prójimos produce nuestros deberes, en unos más graves que en otros por razón de su ministerio parroquial, pero en todos sin excepción alguna gravísimos; pues, como dice el Apóstol: "Nadie debe arrogarse el honor del sacerdocio, sino el que es llamado por Dios como Aaron" (30); de lo cual se sigue que nadie, absolutamente nadie, puede estar en el sacerdocio ni venir a él por su propio bien, no digo temporal, de honores y comodidades y allegar dineros, lo que es horriblemente abominable, sino que ni aún por su propia y exclusiva santificación. El Sacerdote, es verdad, debe ser santo; pero no es para eso el sacerdocio, sino, para que siendo santo el que lo tiene, esté consagrado al amor y a la grande obra de la santificación de sus prójimos. Esta debe ser nuestra vida; a este amor estamos consagrados. De ahí, como de divina fuente, brotan nuestros estrechísimos deberes.
El primero de éstos, y que en cierto modo comprende a todos, es el de dar buen ejemplo de vida y que con su acostumbrado lenguaje celestial S. Pablo llama: Buen olor de Cristo en todo lugar (31). Todo lo que el Señor nos ha mandado anunciar a las gentes debe ser práctico en nuestra vida, si no queremos incurrir en aquel espantoso cargo: "Peccatori dixit Deus: ¿ut quid enarras justitias meas, et assumis testamentum meum per os tuum? " (32). Cuando hemos de predicar acerca del amor de los enemigos, de huir de la corrupción del siglo, de renunciar a la vanidad, a la avaricia y ambición, de evitar el ocio, de mortificar los sentidos y ser limpios de corazón, de gloriarnos en fin, sólo en la Cruz de Jesucristo, todo eso, venerados Señores míos, todo eso debe hacer sentir por nosotros cual olor de Cristo antes que los oídos perciban nuestras palabras.
Pero nunca jamás nuestra vida exhalaría esas divinas fragancias, si sólo procurásemos la compostura exterior de nuestras acciones y la fama del buen nombre, sin cuidar de que esa gloria proceda de nuestro interior; nunca llegaremos a ser forma gregis, si al mismo tiempo no procuramos serlo ex animo (33); y un día u otro la verdad de Dios se abriría paso a través de vanas y muertas apariencias para marcarnos a los ojos del mundo entero con aquel terrible: "Vae vobis... hypocritae: quia similis estis sepulchris dealbatis, quae a foris parent hominibus speciosa, intus vero plena sunt ossibus mortuorum, et omni spuscitia" (34). Nuestra vida esté escondida con Cristo en Dios (35), si queremos extirpar los vicios, disipar las tinieblas del error, y que el santo nombre de Dios sea reconocido y glorificado en la tierra por la difusión del buen olor de Cristo. Más, para vivir con Cristo en Dios son de todo punto indispensables dos cosas: la primera la huida de todo pecado; y la segunda la oración, que en el lenguaje de la SS. Escrituras comprende en cierto modo todo el fruto de la redención humana, diciéndose en el profeta Zacarías (36): "En aquel día derramaré el Espíritu de gracia y de plegarias". En la súplica a Dios está el principio de todos los bienes y el remedio de todos nuestros males. Levantar el corazón a Dios en espíritu de humildad y confianza es verdaderamente esconder nuestra vida con Cristo en Dios. Para hacer esto de un modo fácil y seguro, la súplica debe andar acompañada de las santas meditaciones en las verdades de nuestra fe. Sobre la oración mental, o sea la devota reflexión de las grandes verdades cristianas, baste decir que ella es fuera de duda la clave de toda santidad, y su olvido la causa de todos nuestros males. Jamás, SS. míos, llegaremos a ser buen olor de Cristo si no empapamos, por decirlo así, nuestra alma en la meditación de su vida, pasión y muerte santísimas. Solo ahí puede encenderse la llama de la divina caridad: in meditatione mea exardescet ignis (37).
Al deber del buen ejemplo de vida sigue el sacratísimo de la predicación de la Palabra de Dios, la cual además de santas meditaciones y continuas súplicas supone el estudio de las ciencias sagradas. ¡Estudio y oración! ¡Qué manantial de luces y de consuelos! ¡Qué refugio tan seguro contra la disipación mundana y el ocio, causas las más generales de la perdición y ruina de los sacerdotes! Aunque en el sacerdocio no se trata sino de la propia santificación, la oración mental y el estudio de las cosas sagradas serían tan necesarias para el Sacerdote que sin ellas todo su honor y dignidad se convertirían en abominación a los ojos de Dios y de los hombres; pero, como todos lo saben, el Sacerdote está ordenado al bien espiritual del pueblo cristiano; y la base y fundamento de la libertad de los hijos de Dios es la verdad que no es otra que la Palabra de Dios. La predicación de la Palabra de Dios aprendida en el estudio y en la oración es el pan desmenuzado que la caridad sacerdotal debe dar a los fieles de Cristo. Ved pues, venerables hermanos, de no haceros reos de aquel cargo que por boca de Jeremías hace el Señor a los sacerdotes que no cuidan de dar este alimento de vida eterna, y por cuya causa viene la ruina de tantas almas: Parvuli petierunt panem, et non erat qui frangeret eis (38).
Esta obligación es común a todos los sacerdotes: en los que tenemos cura de almas es de estricta justicia, y contra ella peca mortalmente el párroco que de continuo o con interrupción dejase, sin causa muy grave, el número de doce días festivos sin hacer la predicación evangélica (39); en los demás Sacerdotes, dada la necesidad de los fieles y la falta de predicación, paréceme que es un deber gravemente obligatorio si no de justicia al menos de caridad, ya que esta divina virtud impone la grave obligación de la limosna y de las obras de misericordia, entre las cuales la más excelente es la de dar el pan de la verdad a los que se mueren por su falta; y ya que para eso ha sido expresamente ordenado el sacerdocio por su divino Fundador.
Mas la predicación no debe estar reducida al acto público de la plática religiosa. Acerca de esto dice S. Gregorio Magno: "No es suficiente la predicación que se hace a la muchedumbre con las exhortaciones generales; dedíquese el sacerdote en cuanto le sea posible a instruir a cada uno de los fieles, y aprovecharse del trato privado para edificarlos" (40); y da de esto la incontestable razón, porque el Sacerdote debe ser sal y luz para todos y cada uno de los fieles.
De los deberes sacerdotales puede decirse lo que decía a los Corintios el Apóstol S. Pablo: Ego plantavi, Apollo rigavit, Deus autem incrementum dedit (41): el buen ejemplo planta, la predicación riega; pero tocando a Dios dar la vida por medio de la gracia, nada se habrá hecho con sólo ser olor de Cristo por el buen ejemplo, y pregoneros de su Evangelio por la predicación, si a esto no se agrega la continua y recta administración de los Sacramentos de Penitencia y Eucaristía, fuentes purísimas e inagotables de la divina gracia.
Algún Santo, si no me equivoco, el verdaderamente Santísimo Pío V, ha dicho: "dadme buenos confesores y os doy reformado el mundo cristiano". Esta palabra lo dice todo, y de un modo mejor que cuanto yo pudiera decir en muchas páginas sobre la deplorable ligereza conque se trata el Sacramento de la Penitencia, y sobre el celo y paciencia, firmeza, rectitud de intención y sabiduría con que todos los sacerdotes debemos aplicarnos a la obra verdaderamente divina de servir de canal a las efusiones de la misericordia y méritos infinitos de nuestro Dios Salvador sobre tantas almas que gimen bajo el peso de los pecados y vicios más repugnantes.
Acerca del adorable y augustísimo Sacramento del Altar, que es en la Iglesia Católica y para cada uno de los fieles lo que es el corazón para nuestro cuerpo, el Sol para el mundo, y el árbol de la vida para el antiguo Edén, yo no sabré haceros otra advertencia que la de esta espantosa verdad: su olvido y profanación corren parejas con los vicios y errores que nos domina. Y la ley de esa inexorable proporción es tan antigua como el admirable Sacramento; ahí está Judas con su traición en la misma noche de la cena. Y S. Pablo, el grande heraldo del Rey de los siglos, dice a propósito de no recibir el Cuerpo del Señor, o de recibirlo indignamente: ideo inter vos multi infirmi, et imbecilles, et dormiunt multi: porque no se discierne el Cuerpo del Señor, hay entre vosotros muchos débiles en la fe, e imbéciles para el bien, y muchos muertos para la gracia y verdad de Dios (42).




NOTAS


1.     1 Cor. 16, 14
2.     2 Tim. 4, 2
3.     Mt. 5, 15
4.     Mt. 2, 7
5.     Mt. 18, 18
6.     Sal. 81, 6
7.     1 cor. 3, 9
8.     Rom. 10, 14-15
9.     Jn. 15, 5
10.  Jn. 15,18
11.  Mt. 10, 24-25
12.  1 Jn. 4,7
13.  St. 1, 17
14.  1 Jn. 4, 16
15.  Rom. 5, 5
16.  Comm. in Ep. ad Ephes 4, 16
17.  1 Pe. 1, 4
18.  Mt. 22, 40
19.  1 Jn. 3, 15
20.  1 Jn. 4, 19
21.  Sal. 8, 5
22.  Gén. 1, 2
23.  1 Jn. 3, 1
24.  1 Jn. 13, 5
25.  1 Jn. 4, 21
26.  Mt. 20, 39
27.  Eclo. 17, 12
28.  1 Jn. 3, 16
29.  Saete di Fuoco, XXVI
30.  Heb. 5, 4
31.  2 Cor. 2, 15
32.  Sal. 49, 16
33.  1 Pe. 5, 3
34.  Mt. 23, 29
35.  Col. 3, 3
36.  Zac. 12, 10
37.  Sal. 38, 4
38.  Tren. IV, 4
39.  Véase a S. ALFONSO M. DE LIGORIO, Thelo. mor. Libr. III, 260
40.  Hom. in Luc.
41.  1 Cor. 3, 6
42. 1 Cor. 11, 30
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